viernes, 4 de enero de 2008

31 diciembre

Nos propusimos pasar un día diferente a lo que veníamos haciendo en los años anteriores, huir de las macrofiestas, barralibre, cotillón y churros. Decidimos pasar un día en la sierra, y pedir los deseos para el año nuevo comiendo en un buen restaurante, para más tarde visitar el monasterio cartujano de El Paular.

Aunque contiguo a un animado hotel, el monasterio parecía desolado. Atravesamos una pequeña puerta de madera, que a su vez pertenecía a una de proporciones aún mayores, y casi sin darnos tiempo a dar un paso, desde una diminuta ventana, un señor nos preguntó qué deseábamos. El pequeño cuarto desde el que nos hablaba, estaba iluminado con una lámpara incandescente de no más de 40 vatios. Mientras nos explicaba con detalle los horarios de visita, yo me distraje mirando sus gafas de pasta marrón, me preguntaba si aquellas gafas de grueso cristal eran el producto de la mala iluminación de aquel cuarto. Cuando terminamos de hablar con el señor, tenía la esperanza de que mi acompañante se hubiese enterado de algo. Nos incluimos en la última visita programada, que coincidía con el último rayo de sol, de aquel último día del año.

Un monje ataviado con su inquietante hábito se nos presentó. Con gran solemnidad, nos fue mostrando las dependencias indicando en cada una de ellas, la vida diaria de los monjes y sus curiosidades. Una vez mostrado el interior, el monje nos invitó a salir advirtiendo el frío que hacía en el exterior, al mismo tiempo que con la capucha se cubría su cabeza.

Con detenimiento nos explicó cada una de las particiones en las que se dividía el jardín, que a su vez era un huerto utilizado para el aprovisionamiento del monasterio. Ni tan siquiera la luna llena era capaz de iluminar completamente su rostro, y sólo se podía ver el blanco de sus ojos en la oscura cavidad de su capucha y el vaho saliendo de su boca dejando muestra del frío que hacía en aquella incipiente noche. Por un momento deshizo su postura de manos entrelazadas bajo las mangas de su hábito a la altura del estómago, para indicarnos el lugar que ocupaba el cementerio en el jardín, y añadió en su narración el sitio concreto donde esa misma mañana habían enterrado a un hermano. Me pregunté si aquel detalle era necesario, o sólo pretendía añadir más misterio al momento. Una vez terminada la visita, el monje nos felicitó el año que estaba a punto de entrar y nos agradeció el interés.

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