Sonaba Hotel California, y yo creía que me moría, de emoción. Acabábamos de entrar en la calle, y unos pulpos de cartón colgados con alambres se movían con el aire.
El azulado de las bombillas rebotaba en nuestras caras dando una impresión de estar buceando en el fondo del océano, éramos unas piedras en un fondo marino, algo pesados y torpes. Piedras sin un sito fijo, una especie de intrusos deambulando en aquel ecosistema fabricado por sus propios vecinos. Nos movíamos lentamente dejándonos rodear por el agua. Agua que no existía pero que nos ahogaba de emoción.
La música me hacía sentir, pero realmente yo estaba hundido, hundido en el fondo de un océano de asfalto. La sorpresa vino cuando descubrí la naturaleza real de aquellos objetos, objetos usados y rotos, objetos muertos, que ahora daban vida a toda una calle.
"todos tienen derecho a una segunda oportunidad" esta frase la vi escrita esa misma mañana en una tienda en el Born. Es como si estuviese asistiendo a la clase practica de aquella esperanzadora frase, ojalá asistiésemos todos los días a pequeñas clases prácticas, de grandes frases motivadoras y llenas de buenas intenciones.
Esto motivó a sentirme menos pesado y sentir por primera vez que estaba flotando, el reconfortante encuentro con la integración del medio, lo llamé en aquel instante. Pero todo era demasiado irreal y volátil.
La flotabilidad la abandonamos nada más girar la esquina. Los Eagles terminaban su canción y nosotros empezábamos a convertirnos en anfibios. Salimos del fondo del mar, de un fondo del que quizás nunca hubiese querido salir, pero el barrio,como la vida, nos guardaba aún más sorpresas.
miércoles, 24 de octubre de 2007
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